Se llamaba Carolina, y era tan dulce como aquella canción de Neil
Diamond. No era la más guapa, pero era de esas que te inspiran las
poesías más bonitas. Porque no importaban de qué color eran sus ojos,
sino sólo que, cuando te miraban, tenías la sensación de estar a diez
mil kilómetros de los problemas. Y yo quería ser ermitaño en su cuerpo.
Retirarme allí a donde sólo me preocupase alimentarme de su boca. Porque
Carolina detenía el tiempo y lo aceleraba. Porque Carolina siempre
llegaba demasiado tarde, aunque llegase antes de lo acordado. Y sucedió
como suceden las cosas que no se improvisan, con esa magia que tiene lo
inolvidable. Carolina llegó un lunes por la tarde, con una de esas
sonrisas que le dan un sentido a todo. Tenía pecas y el pelo rizado.
Tenía las piernas largas como trampolines. Y cuando Carolina fumaba,
cerraba los ojos, como si estuviese besando algún recuerdo. Yo me
quedaba mirándola, como cuando uno ve una estrella fugaz y pide un
deseo. “Acércate más, Carolina. Mírame, sonríe, dime que me echas de
menos”. Y cuando me abrazaba con todas sus fuerzas, como si quisiera
romperme, me iba arreglando. La tocaba. Lentamente la tocaba, mi mano
iba andando por su piel como cuando uno camina disfrutando de un
atardecer. Lentamente. Relamiendo cada centímetro como si estuviese
descubriendo un nuevo planeta. Y luego hacíamos el amor. Y lo
deshacíamos. Y lo volvíamos a hacer. Y así, porque no todas las rutinas
matan tanto.
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